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Chile

La legislación minera en Chile ha pasado por varios procesos en los últimos 50 años, considerando la nacionalización de la minería en 1971, que marcó un hito histórico bajo el mandato del entonces presidente Salvador Allende, estableciendo un sistema de “propiedad civil o patrimonial del Estado y concesión administrativa otorgada por la Administración, regulada por la Constitución y la Ley y protegida por los tribunales ordinarios de justicia” (Acuña, 1983, p. 10).

Una vez iniciada la dictadura de Pinochet en septiembre de 1973, comenzó un progresivo aumento de la aprobación de decretos ley que posibilitaron, entre otras cosas, protección y promoción de la inversión extranjera, como es el DL 600, derogado recién el año 2015, hasta llegar al marco normativo que rige hasta hoy, compuesto por dos leyes, como son la Ley Orgánica Constitucional de Concesiones Plenas (LOCCM) y El Código de Minería (Ley 18.248), donde la primera opera a partir de la promulgación de la segunda, en 1983.

En esta se asientan algunas de las bases de aquello que configura el carácter subsidiario que posee la Constitución de 1980, donde se señala que “El Estado tiene dominio absoluto, exclusivo […], etc., mientras no existan privados interesados en explotar los yacimientos” (Código Minero). Se establece así la figura de concesiones mineras, que se constituyen en un derecho real, es decir, adquieren la figura de concesión plena para quienes se interesen en realizar una exploración o una explotación, donde el Estado renuncia de manera total a dicha propiedad y lo que de allí se extraiga; a excepción de hidrocarburos líquidos, gaseosos, el litio, etc.

Por su parte, para las aguas dicha Constitución estableció un régimen similar, estableciendo que: “Los derechos de los particulares sobre las aguas, reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad de ellos” (art. 19, num. 24), Privatización que sería posteriormente profundizada en el Código de Aguas del año 1981, vigente hasta la fecha.

En Chile, los espacios vinculantes en la toma de decisiones son mínimos, incluso inexistentes, aunque la Constitución sostiene que “la soberanía reside esencialmente en la nación, y su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y las elecciones periódicas” (OLCA, 2020). En la práctica, esta se traduce en una participación meramente representativa, donde las personas electas en los distintos procesos eleccionarios son quienes toman las decisiones del devenir del país, pero, además de ello, estipula una visión homogénea de habitantes, donde reconoce una figura de nación única, sin plurinacionalidades, en definitiva, sin reconocimiento de los distintos pueblos.

Esta cuestión se refleja en la aplicabilidad de los mecanismos internacionales de protección a las autonomías de los pueblos originarios, como sería el Convenio 169 de la OIT, o la Consulta Previa Libre e Informada, que es el proceso de consulta que se debe realizar a los pueblos, previo a cualquier avance en un proyecto extractivo, o que afecte de alguna manera a los territorios. Dichos procesos, de un modo del todo conveniente para las empresas, quedaron a cargo del Sistema de Evaluación Ambiental, es decir, quedaron subsumidos en los procesos de administración del instrumento de gestión ambiental, lo que no da cumplimiento al fin de la consulta previa o que esta se lleve a cabo antes de que ingrese al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (Astudillo, 2017). Se incumplen de esta manera los tratados, adaptándolos a una interpretación que permite la no consulta, lo que lleva a una ausencia de los pueblos en la toma de decisiones respecto a sus territorios.

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